Antoine de Saint Exupery

"La perfección se consigue, no cuando no hay nada más que añadir, sino cuando no hay nada más que quitar."

9 sept 2012

Si algo caracteriza al anarquismo (en todas sus variantes, que son muchas y opuestas) es su desconfianza por los políticos profesionales.

Esta clase de políticos tiende a convertirse en una casta social que trabaja sólo para sí, haciendo de la "representación" popular una fuente de ingresos ilimitada (una clase esencialmente parasitaria). Por otra parte, y no menos importante, tal casta contribuye a desprestigiar la actividad política que empieza a ser considerada, en si misma, como un mero recurso para alcanzar y usufructuar posiciones de poder.

De ahí al surgimiento de reacciones fascistas... sólo hay un pequeño paso. La solución parece ser la de generar un movimiento apolítico que pronto degenera en antipolítico y luego en un "movimiento" que monopoliza la política en una estructura vertical y autoritaria con un líder supremo a la cabeza.

Otra posibilidad, como se dio en el caso de Italia, con Berlusconi (luego del proceso de "manos limpias") es un movimiento populista, demagógico y trapacero, que utiliza el nacionalismo y los poderes mediáticos para entronizar, por otra vía, un líder autoritario y nuevamente supremo.

Los movimientos anarquistas tienen en común, junto con la desconfianza al político profesional, el afirmar el valor de la política pero aquella auténticamente popular con mandatos revisables para los políticos si no cumplen lo que prometen a sus representados. Surge así la figura del político no profesional, que desempeña el cargo sólo un tiempo y que está sometido al escrutinio público y constante; cosa que en nuestra época es mucho más fácil que en tiempos anteriores.

Aquí tenemos un excelente artículo que muestra el proceso de osificación y corrupción que se ha dado en la política española luego de la dictadura franquista. Naturalmente los políticos actuales no pueden impulsar un cambio que los perjudique; sería equivalente a pedirle a la zorra que reorganice la seguridad del gallinero.

Las soluciones no son fáciles, ni simples, ni cosa de un día (y aquí disiento profundamente con las corrientes anarquistas que a partir de premisas correctas elaboran soluciones falsas pero de una abrumadora sencillez y por lo tanto fáciles de asimilar y creer -como la fe del carbonero-); no obstante, sino hacemos una crítica radical del sistema actual, difícilmente podremos mejorarlo renovando y cauterizando lo más arcaico y corrupto que contiene. 

4 sept 2012

Borges y el anarquismo

Un buen amigo me hace llegar este artículo publicado en  PERFIL, suplemento "Cultura" del domingo 2 de septiembre de 2012, diario de Buenos Aires (Argentina). Creo que es bueno hacerlo llegar un poco más lejos. Espero que ni el autor ni el diario se molesten: las reflexiones profundas deben llegar tan lejos como podamos, sobre todo cuando no hay ánimo de lucro sino de compartir pensamientos:


El germen ácrata de Borges

Se publica en el país El hombre contra el Estado, del filósofo británico Herbert Spencer, un libro prácticamente inhallable en castellano, medular en la concepción anarquista de Jorge Luis Borges. Para el escritor argentino, el Estado opera como una suerte de entelequia que disciplina y obliga a mentir. Según su visión, el político es quien mejor viste el disfraz hipócrita.
Por Luis Diego Fernandez


Quizá la palabra clave sea escepticismo. Cito: “Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria”, escribe Jorge Luis Borges en el prólogo de El informe de Brodie (1970). Interrogar por el pensamiento político borgeano no es laberíntico ni una empresa condenada al dejo irónico, ni mucho menos requiere menospreciar o minimizar su peso en su obra ficcional o poética (donde hay notorias huellas de una auténtica filosofía política). La clave es lo escéptico que señala el propio Borges. Esa no creencia, hoy más que nunca, va a contrapelo. Tal vez Borges escribió en momentos donde muchos creían (de un lado o del otro) en políticas transformadoras y movimientistas; Borges, no. Pero la pregunta de Borges iba más allá de las decisiones políticas y, desde luego, de la mera práctica política coyuntural a la que consideraba un ejercicio de la mentira y la corrupción sistemática, así lo dice desde diferentes intervenciones públicas, por caso, en las conversaciones con Roberto Alifano tituladas El humor de Borges: “La profesión de los políticos es mentir. El caso de un rey es distinto; un rey es alguien que recibe ese destino, y luego debe cumplirlo. Un político no; un político debe fingir todo el tiempo, debe sonreír, simular cortesía, debe someterse melancólicamente a los cócteles, a los actos oficiales, a las fechas patrias”. Otra alusión, en sus diálogos con Ernesto Sabato (compilados por Orlando Barone): “No. En primer lugar (los políticos) no son hombres éticos; son hombres que han contraído el hábito de mentir, el hábito de sobornar, el hábito de sonreír todo el tiempo, el hábito de quedar bien con todo el mundo, el hábito de la popularidad. Creo que ningún político puede ser una persona totalmente sincera. Un político está buscando siempre electores y dice lo que esperan que diga. En el caso de un discurso político, los que opinan son los oyentes, más que el orador. El orador es una especie de espejo o eco de lo que los demás piensan. Si no es así, fracasa”. Un diagnóstico claro, el de Borges: el político, en rigor, es un sometido, un esclavo, la interfaz de una mecánica de la hipocresía, la doble moral y el resentimiento (categoría nuclear en Martínez Estrada).
Según la lectura borgeana, el poder, y específicamente el Estado, opera como una suerte de entelequia y elefante normativo que disciplina y obliga, por obliteración u omisión, a mentir y a la cortesía fingida, al acto enmascarador y el disfraz deliberado. En este sentido, aquí se pone en evidencia la fibra anarquista borgeana. La cuestión de la “vida falsa” es algo prototípico de la protesta de todo discurso anarquista, sea éste por izquierda y comunitarista (Bakunin, Proudhon) o por derecha e individualista (Thoreau, Martínez Estrada, Onfray). La crítica política borgeana descansa en lo falaz, de allí la mirada pirrónica, la sonrisa que opera como demolición y desarma el entramado. La risa de Borges frente al poder estatal es la de Demócrito o el pedido imperativo de Diógenes a Alejandro Magno: “Córrete porque me tapas el sol”. Algo de esta pulsión libertaria encontrará Borges, de modo inevitable, en el texto del filósofo inglés Herbert Spencer que se reedita (vía la editorial libertaria Innisfree), cuyo título es El hombre contra el Estado –publicado en 1884.
Es usual reconocer la autodefinición borgeana como “anarquista spenceriano”. Lo cierto es que la lectura de ese texto fue un golpe y una dirección, pero su padre, Jorge Guillermo Borges, no sólo le transfirió la ceguera sino el anarquismo de Herbert Spencer. Para ser estrictos, la filosofía spenceriana esgrimida en El hombre contra el Estado parte de un precepto muy claro y sencillo: nadie debe ser forzado a cooperar con otros individuos bajo ninguna circunstancia; toda forma de cooperación debe ser voluntaria –sentando las bases del principio de no agresión. Toda intervención del Estado sobre el individuo común, a los ojos de Spencer, era considerada inmoral. La única coerción aceptada, en este sentido, reposaba en la obligación de hacer cumplir los contratos entre pares iguales. Formado por cuatro ensayos, El hombre contra el Estado se constituye en la piedra basal del liberalismo británico y el antecedente más potente del anarcocapitalismo norteamericano del siglo XX. Algunos críticos han visto en Spencer cierto darwinismo social al desmantelar toda pretensión de imponer la solidaridad “a punta de pistola”. Quizá la aniquilación más fuerte por parte de Spencer reposa en la victimización de todo colectivismo a fin de otorgar mayor grado de acción al individuo y el emprendimiento.
La genética ácrata hace que el propio Borges expanda su visión en materia política en las entrevistas con Vicente Zito Lema o en la célebre, televisada innumerables veces (1980), con Joaquín Soler Serrano, donde señala: “Soy anarquista. Siempre he creído fervorosamente en el anarquismo. Y en esto sigo las ideas de mi padre. Es decir, estoy en contra de los gobiernos, más aún cuando son dictaduras, y de los Estados”. La definición merece ser explicitada, máxime en su coyuntura. El discurso libertario de Borges era pacifista (lejano, desde luego, de incendiarios como Errico Malatesta o Severino di Giovanni), allí puede entrar la figura de “anarquista de derecha” (¿habría otra expresión posible en 1980? ¿Y hoy?). En estos tiempos, es posible arriesgar que esa posición borgeana encuentre opciones en el discurso del liberalismo libertario del siglo XX, recreado a través de pensadores como Friedrich A. von Hayek, Ludwig von Mises o Robert Nozick, en el anarcocapitalismo de Murray Rothbard, o quizá mediante la expresión contracultural del posanarquismo de Michel Onfray (que no está en contra de la propiedad privada y aboga por espacios de microrresistencia).
Borges comprendía perfectamente la cuestión semántica sobre el anarquismo, vale decir, ausencia de arché (fundamento, en griego), y cuya búsqueda muy lejos está del desorden o el caos. En ese sentido, al emplear esa categoría política, el escritor expresaba su rechazo a la autoridad y a ser gobernado. Un anarquista, en los hechos, es alguien que se gobierna a sí mismo y que se niega a servir, así ya lo vemos en la raíz de El discurso sobre la servidumbre voluntaria, de Etienne de la Boétie, texto del siglo XVI, piedra inaugural del libertarismo. Un anarquista es alguien extremadamente responsable, sistemático y riguroso consigo mismo: la ausencia de patrón, dominador, amo y dios lo pone como un individuo solar, piedra angular del mundo, que se da su propia forma, un cristal que debe transmutar esas figuras dentro de sí. Y esto en Borges resulta una afirmación de evidencia palmaria. Lo cual no quita que su pensamiento haya pasado por ciertos clivajes en materia política: desde la composición de aquellos poemas que integrarían un libro nunca editado, titulado Los salmos rojos, donde se da cuenta de una época bolchevique, de un comunismo pacifista, leído en clave de hermandad universal, de cuño whitmaniano.
Sin embargo, este humanismo que inspiró a Borges desaparece hacia 1920, tal como dice una carta a Maurice Abramowicz, fechada el 12 de enero de 1920: “Soy de tu opinión en lo concerniente al bolcheviquismo. Es una sucia chusma de arribistas que arribarán y harán de la vida una vileza moral mediocre y monótona”. Del mismo modo, también se puede detectar un breve destello “yrigoyenista” en sus poemas de El cuaderno San Martín (1929), donde ejerce un fraseo más criollista (típico del caudillo radical) como puerta para luego partir hacia la dimensión universalista. Finalmente, se afirmará su posición anarquista, y su afiliación, ya citada, al Partido Conservador como gesto de desencanto de la política partidaria, democrática y representativa.
La pregunta por la política borgeana debería ser realizada, tal vez, y hoy más que nunca, por resultar a contracorriente y extemporánea; una cifra más que necesaria de volver a ser pensada con rigor y seriedad. A veces desechada con rapidez excesiva, lo cual revela cierta pereza intelectual para problematizar algo por fuera de la superficie. Esta cuestión implica, además, una pregunta a posteriori en relación con la noción de libre albedrío, para lo cual es más que destacable el artículo del economista Martín Krause –titulado “La filosofía política de Jorge Luis Borges”–, donde se analiza en detalle este tema. Borges, que era escéptico en materia política y agnóstico en términos religiosos, también era un maestro de la sospecha con respecto al libre albedrío. De todos modos, si bien dudaba, lo cierto es que aquello no implicaba caer en el determinismo. Su postura podría expresarse de la siguiente forma: el hombre no tiene entidad por fuera de las relaciones causa-efecto; está determinado, pero le resulta imposible conocer las causas de tal determinación. Este argumento es una constante en el universo ficcional borgeano, particularmente en cuentos como El sur o El jardín de senderos que se bifurcan. El destino cifrado, la determinación evidente, opaca siempre el causante de las acciones finales, de la muerte, de la valentía o la cobardía. El agnosticismo en esta materia le da coherencia a la tesis: quizá Dios sí exista, pero nunca lo sabremos.
El spencerismo de Borges (que también lo fue de Sarmiento, así lo testimonia el libro de su lecho de muerte en el Paraguay) se permite ver, de nuevo, en este diálogo con Osvaldo Ferrari: “Para mí, el Estado es el enemigo común ahora; yo querría –eso lo he dicho muchas veces– un mínimo de Estado y un máximo de individuo. Pero quizá sea preciso esperar no sé si algunos decenios o algunos siglos –lo cual históricamente no es nada–, aunque yo, ciertamente no llegaré a ese mundo sin Estados. Para eso se necesitaría una humanidad ética y, además, una humanidad intelectualmente más fuerte de lo que es ahora, de lo que somos nosotros; ya que, sin duda, somos muy inmorales y muy poco inteligentes comparados con esos hombres del porvenir”. En la afirmación borgeana se ponen en juego dos valores anarquistas irrenunciables: conducta y conocimiento. Pocos movimientos menos antiintelectuales y prointelectuales que el libertario: política del libro, la biblioteca y el estudio que colocaba la ignorancia de los pueblos como un enemigo igual de rapaz que el Estado. Todo anarquismo señala lo mismo: no hay cambio posible sin erradicación de la ignorancia, verdadero factor causante de la dependencia. Este es el problema, entonces, que también señala Borges; por ende, la biblioteca como solución; la educación, la formación personal y sin fin. Materia siempre bien comprendida por todos los grandes pensadores libertarios argentinos, como Martínez Estrada o Juan José Sebreli, ejemplos descomunales del autodidactismo.
La filosofía política pone a Borges a contracorriente, y cumple el rol del aguafiestas, de quien señala el muerto en el placar y aviva a los dormidos de la inocencia perdida: un Estado engordado o bulímico y la inmensa mayoría que espera aun salvar sus ropas a partir de su teta. Pero el anarquismo borgeano revela algo más hondo y complejo que no todos vieron, o no quieren mostrar por ignorancia o conveniencia, así lo dice en Evaristo Carriego: “El argentino hallaría su símbolo en el gaucho y no en el militar, porque el valor cifrado en aquél por las tradiciones orales no está al servicio de una causa y es puro. El gaucho y el compadre son imaginados como rebeldes; el argentino, a diferencia de los americanos del Norte y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Ello puede atribuirse al hecho general de que el Estado es una inconcebible abstracción; lo cierto es que el argentino es un individuo, no un ciudadano”. Este individualismo argentino que marca Borges, y va de suyo con el gaucho y el malevo como modelos de rebeldía, dice más bien algo del problema de la articulación de lo colectivo y del populismo que de la ciudadanía: la opción de la filosofía política borgeana tiene hilachas a ser repensadas e incrustadas con la contundencia de una marca con antecedentes. Si la política argentina del siglo XIX se escribió desde la figura del libro y los presidentes intelectuales, Lugones representó esa imposibilidad en el siglo XX al intentar revivir un sarmientismo imposible. Borges, y también Martínez Estrada, alcanzaron a ver que esa empresa estaba condenada al fracaso: “Alpargatas, sí; libros, no”. El intelectual se aleja de lo público y construye su fortaleza, su jardín epicúreo, su mito personal. En esta amalgama que se solidificó durante años, podemos detectar esquirlas del anarquismo borgeano como una forma de resistencia, que aparece con más virulencia en momentos en que el Estado adquiere dimensiones desaforadas y peligrosas. Espacio que hoy está vacante. Casillero del intelectual privado: aguijón que no por pequeño es débil, si no recordemos que El Aleph se encontraba en una casa de la calle Garay.